(Andrea Echeverri Jaramillo) París es una ciudad amable en sí misma, y el cine se ha encargado de que aun quienes no la conocen, la adoren. No hace falta haber pisado Europa: todos conocemos París, distinguimos la Torre Eiffel de cualquier otro objeto terrestre, hemos caminado junto con unas cuantas parejas de amantes por Montmartre al atardecer, nos hemos asomado a los cafés del Barrio Latino… nunca está de más una nueva película que nos pasee de nuevo y realce la Ciudad Luz.

Sin embargo, la capital francesa que nos trae Paris, je t’aime, no me resulta ni tan adorable ni tan cercana. Se trata de una ciudad donde parecería que se habla más inglés que francés, llena de norteamericanos y algunos ingleses, unos cuantos franceses nativos, y sólo tangencialmente poblada por inmigrantes. Unos preciosistas grandes planos generales unen dieciocho cortos, dirigidos por sendos realizadores, que, salvo la locación mayor, y el hecho de que cada uno suceda o gire en torno a un barrio diferente, no parecen tener unidad. Desde el título se anuncia que se trata de historias de amor, está bien, pero ¿no acaba siendo un lugar común, sobre todo si se trata de París?

Claro que una cosa es hablar de la película como un todo, algo desarticulado y sin mucho sentido de coherencia, que de cada una de sus partes. Hay de todo, como en botica, unas son mejores que otras, pero entre ellas hay verdaderas joyitas de economía cinematográfica. Por ejemplo, la comedia de los hermanos Cohen, que deja estupefacto al espectador tanto como al protagonista (Steve Buscemi), situada en un andén de estación de metro, sin palabras, pero con unos cuantos besos y muchas miradas, a pesar de que la guía turística del hombre aconseje nunca hacer contacto visual con los franceses.

O el episodio de Isabel Coixet, una de las más interesantes y líricas realizadoras españolas contemporáneas, con un narrador constante, que logra condensar una historia que trasciende la anécdota en la que el personaje pretende dejar a su esposa. También el de Wes Craven, donde unos turistas ingleses buscan a uno de los ingleses más famosos enterrados en el más bello cementerio parisino, Père-Lachaise, Oscar Wilde, y será su fantasma el que logre salvar su matrimonio en puertas. También resulta encantadora la historia de amor en mímica relatada por un pequeño gafufo frente a la Torre Eiffel, de Sylvain Chomet.

Hay algunos episodios que resultan menos afortunados, pero ninguno desastroso. Unos parten de un mero juego de palabras ─el segmento Parc Monceu, por ejemplo─; otros juegan casi al surrealismo ─en especial, Porte de Choisy─; unos son de una sencillez encantadora ─el de Walter Salles con nuestra nombradísima Catalina Sandino─, mientras que otros se pierden en complejidades que no alcanzan a resolver acertadamente.

A la larga, entonces, es una película que vale la pena ver, siempre y cuando uno se prepare para recibir dieciocho micro historias que no forman un todo, a diferencia de filmes como 09.11.01, por nombrar una reciente, con una coherencia maravillosa a partir de la diferencia abismal entre sus segmentos. No, aquí uno asiste a momentos divertidos, se entera de situaciones encantadoras o dolorosas y se divierte o sufre por cinco minutos cada vez.